Cinco sentidos tenemos, cinco sentidos para ayudarnos a circular por la vida entendiendo lo que ocurre a nuestro alrededor. Sabemos que existen personas ─y muchas─ que por diferentes causas carecen de uno o varios de estos sentidos y cada una enfrenta un escenario diferente. En algunas, otros sentidos se desarrollan más, ayudándolas así a su desenvolvimiento. No cuento con suficiente información técnica como para disertar sobre el tema, pero en términos generales por ahí va la cosa.

Quienes llevan años siguiéndome saben que mi sentido del olfato no es muy bueno y por consiguiente esa capacidad que tienen algunos de identificar hasta el más remoto sabor en un bocado a mí me falta. Sé que jamás podré llegar a ser una excelente catadora de vinos porque al momento de encontrar “unas leves notas de frutos del bosque” yo entro en una cueva oscura en cualquier bosque olvidado del universo.

El asunto funciona así y se los cuento porque lo investigué, no porque lo supiera. Nuestras papilas gustativas solitas por su cuenta pueden identificar los sabores salado, amargo, dulce y agrio. Sin embargo, para aquellos sabores compuestos por una combinación de los primarios, necesitamos que entre a trabajar el olfato. Usando los colores para entender el concepto, reconocemos el azul y el amarillo, pero el verde jamás lo veremos.

Hoy les hablaré en cierta forma de los sentidos físicos, pero más que eso del efecto que ciertas percepciones logradas a través de ellos generan en nosotros. No sé ustedes, pero para mí hay eventos que desencadenan un tumulto de experiencias guardadas en el baúl de los recuerdos. Ocurre pues que sentir el olor a hierba mojada después de un aguacero no se queda allí, no señor. En un segundo estoy en el campo, con mis botas de caucho, bien despelucada a pesar de la cola que me hice en la mañana temprano antes de salir en busca de aventuras.

En ese campo suelo tener en la mano un palito que sirve no solo de apoyo para conquistar terrenos difíciles sino también para hurgar debajo de las piedras donde viven las arrieras o para tumbar un mango o un montón de ciruelas traqueadoras. Un palito en el campo, amigos queridos, es una herramienta indispensable, casi tanto como el machete que nos ayuda para abrirnos paso por los montes tupidos y para aplastarle la cabeza a las culebras.

Cuando me detengo momentáneamente puedo ver que el lodo cubre no solo mis botas sino incluso un buen tramo de la basta de mi pantalón y ha llegado también al antebrazo y sin querer a la mejilla izquierda. Ya saben… con ese movimiento que se usa para despejar la cara se lleva a ella lo que esté en la parte del brazo que se usa para limpiarla ¿o ensuciarla?

Casi siempre hay voces alrededor porque las aventuras siempre son más divertidas cuando se hacen en grupo. Si tengo suerte llego hasta el arroyo que alguna vez pensamos que era un río y cuando el regalo es más grande aún algo sucede en aquella orilla. ¿Un fogón de tres piedras con un sancocho? ¿Una hoja de zinc con pepitas de marañón? ¿Unos democráticos emparedados, o la cosecha de caimitos que llevamos en la “bolsa” que hemos hecho con la parte de delante de la camisa a modo de panza de canguro?

Y ya que menciono los caimitos tengo por fuerza que reconocer que aparte de aquellos pocos olores que logro percibir hay unos cuantos sabores que también me toman de la mano y me llevan de paseo. Con las mandarinas llego indiscutiblemente al Valle de Antón y a las grandes batallas que se armaban con los frutos que los árboles habían sembrado alrededor de sus patas, y si de pomarrosa hablamos, no sé, creo que me siento princesa y no sé por qué. Vuelvo al concepto aquel de que al que le dan por un lado le quitan por otro y viceversa y destaco que si bien me dieron poco gusto y olfato en imaginación me regalaron un pocototón. ¡Me alegro!