Llegamos a Burgos, la última parada antes de nuestro regreso a Panamá, pues la pernoctada en Madrid para apañar el vuelo al día siguiente no cuenta, y de golpe fueron desfilando por mi mente memorias de aquella otra parada que hice hace nueve años, mucho más corta, mucho más cansada, pero con un significado emocional enorme.

Llegar a Burgos marca poco menos de la mitad del Camino de Santiago -del francés, que es el que conocí-, y ya para esas fechas uno ha descubierto cómo se conocen peregrinos y/o se hacen amistades. Y pongo “y/o” pues no todos los peregrinos que uno saluda a lo largo del camino se conocen lo suficiente como para llegar a ser amigos. Más bien son pocos lo que realmente se suman a la vida para siempre. En mi caso, completarían escasamente los dedos de las manos. Pocos, digo yo, para treinta y cuatro días de camino.

Como no todo el mundo camina las mismas distancias ni a la misma velocidad, hubo varias despedidas a lo largo del trayecto, todas ellas muy sentidas. Dos especialmente recordadas: la de Burgos y la de Santa Catalina de Somoza. Hoy solo Burgos está en esta crónica. Durante mi primera visita tuve oportunidad de ver solo las áreas de culto de la Catedral, que aclaro es una edificación verdaderamente imponente y requiere de varias horas para apreciarse. Llega uno a media tarde, se tiene que registrar, bañarse, comer algo para no desmayar y luego, si aún le quedan un par de millas a los pies, recorrer un poquito de cada ciudad, pueblo o localidad. Es la rutina peregrina que a veces solo se limita a bañarse.

En este viaje, ya sabía que la visita oficial no sería la tarde de nuestra llegada, pues no nos daba el tiempo, pero había misa al final de la tarde del sábado y era una oportunidad que no podíamos desperdiciar. En Zaragoza nos había tocado la misa dominical en la Basílica de la Virgen del Pilar y a esta la veía como la cerecita en el sundae. Nos tocó en la capilla de Santa Tecla, que por sí sola es una obra de arte que lo deja a uno boquiabierto. Transcurrió la misa sin eventualidades, pero a la hora de la comunión es que de verdad me cayó todo. Yo mantenía la mirada baja -como por respeto- pero no pude evitar notar que luego de los comulgantes habituales -digo yo porque tenían pinta de locales- empezaron a desfilar sandalias de ‘trekking’, botas, zapatillas estropeadas, pantalones Columbia. Digamos que es lo que yo veía de la rodilla para abajo. Ahí estaban los peregrinos, esos que sin conocerlos me parecían tan familiares.

A la emoción que se arremolinó en mi corazón solo con verlos pasar, se sumó una más grande cuando el sacerdote, al final de la misa, les prodigó la bendición del peregrino. Esta varía según la localidad y/o la iglesia, pero cada una es bella por sí sola. Tuve que contener las lágrimas, que como ustedes saben, no me vienen fácil. Saliendo, llevé a mi esposo a ver donde está ubicado el albergue de peregrinos, y así como en las películas, ahí parecían estar Jordi y Joan Antoni, y Nuria y Laura diciendo sus hasta luegos y compartiendo abrazos. A lo lejos me vi partiendo sola, una mañana fría, no tanto por el clima, sino por el abrigo que había perdido al dejar atrás a mis amigos. Burgos, ¡fuiste y siempre serás especial!