Fue un martes. Un martes cualquiera. Me levanté temprano como siempre, revoloteé como siempre. No digo que proseguí con mis rutinas diarias porque no las tengo. Cada día hago las cosas en un orden y secuencia diferentes.

Hago todo: me baño, me cepillo los dientes, reviso algunas noticias -no todas, lo reconozco-, enciendo la computadora, miro correos, ojeo la agenda, organizó la ruta del día que muchas veces no sigo, en fin, lo hago todo, aunque no necesariamente como lo he listado arriba.

Creo que hay algo en mi cerebro que me impide ir de A a Z por el mismo camino cada día. Ya a estas alturas ni siquiera voy a intentar cambiar esa conexión.

En algún momento de la mañana, que bien puede ser el primero luego de abrir los ojos, me siento frente a la computadora para producir algún texto. Ojo, que no tiene que ser un texto, texto, quizás lleno una hoja de Excel, preparo una lista para el súper o cualquier otra cosa. Sin embargo, aquel martes no quería hacer nada de lo anterior.

No quería encender la computadora, aunque la encendí pues es algo que hago mecánicamente al pasar de mi cuarto a la cocina, solo porque ella está entre mi cuarto y la cocina y no amerita un desvío. No quería tomar una hoja de papel y garabatear cosas sobre ella.

No quería escribir y punto. ¿Qué hacer entonces? Andaba como perdida pues el acto de escribir contribuye grandemente a organizar mi desordenada mente, y si no lo hago, ando como gallina ciega todo el día.

Pues así me pasé aquel martes: como gallina ciega todo el día. Traté de leer y fue inútil, traté de cocinar y no llegué ni a picar la media cebolla que requería el plato que pretendía preparar, traté de salir pero al asomarme a la ventana y ver que el tranque llegaba de un extremo a otro de la calle desistí.

Se me ocurrió que podía llamar a alguien por teléfono solo para hablar pendejadas, pero tengo años de no hacer eso y se me ha olvidado cómo se logra. En fin… ahí quedé en el más absoluto limbo ocupacional.

Me fue dando miedo, sentimiento que no me visita con frecuencia porque sabe que le gritó y se espanta. ¿Qué está ocurriendo? ¿Será que me quedaré así para siempre? Ante esta posibilidad sabía que tenía que tomar cartas en el asunto. No podía permitir que esa situación se achantara en mi vida para siempre.

Fui a la computadora, que como les dije estaba encendida, y puse las manos en el teclado. No se movieron pero miré fijamente la pantalla tratando de que algo cambiara de lugar, un poco como hacen los señores esos que doblan cucharas con la mente.

Ahí me quedé como castigada hasta que al fin una tecla y luego otra cedieron ante la presión de mis dedos. ¡Uf! Hasta que respiré. Me sentí como cuando había que arrancar el kicker de la lancha, ustedes saben, esos motorcitos pequeños que se encienden halando una cuerda que acciona una bobina y tiene uno que halar y halar muchas veces antes de oír el característico prmmmm… que es como música para los oídos.

Al cabo de 10-15 minutos ya se me había olvidado la angustia y el día siguió su curso sin mayores percances. Yo anoté en mi agenda existencial: con fuerza de voluntad e insistencia se vence la mayoría de los obstáculos. Hasta los mentales.