Ayer, que no es el ayer de ustedes sino el de mi vida real que ocurrió como diez o algo así días, fui al interior con una amiga. Específicamente a El Valle de Antón, ese pueblito donde pasé probablemente los mejores veranos de mi adolescencia temprana. Un sitio donde cada esquina tiene una historia y todas llegan volando a mi mente con solo asomarme al lugar.

El día estaba bello, un bajareque ocasional hacía que la brisa del mediodía se sintiera más fresca y el sol se reflejaba en cada hoja, en cada flor y en cada pluma de los traviesos pajarillos que deambulaban por ahí. Estábamos felices y hasta con ganas de quedarnos pero cada quien tenía sus obligaciones que atender en la ciudad así es que pa’ tras.

Llegué corriendo, fui a una charla que me habían invitado y cuando finalmente llegué a casa no pasó mucho tiempo antes de que cayera redonda. Pero así mismo como caí, unas cuatro horas después abrí el ojo. Uno solo, ese que se abre cauteloso cuando uno quiere seguir durmiendo y está luchando por ahuyentar al desvelo. Ahí me quedé patinando un rato y a pesar de los esfuerzos los ojos permanecieron cerrados pero la cabeza se despertó. ¡Qué vaina!

Como ya el cerebro andaba en tercera me puse a recapitular sobre lo bueno que había sido el día, lo lindo que es Panamá -por todos lados-, las maravillas que ofrece el país y que muchas veces no apreciamos y todas esas cosas que uno siente cuando está enamorado. Sin embargo, como ya mis enamoramientos no son como los de quinceañera y puedo ver los defectos del pretendiente antes de enamorarme, rapidito aparecieron frente a mis ojos las sesiones de la Asamblea, los pataconcitos que habitan por cualquier lado, los conductores malcriados y todo eso que sabemos que afea el maravilloso país que tenemos, por no decir que lo arruina por completo. Entonces pensé “voy a escribir un artículo sobre eso mañana mismo que es fecha de entrega”.

Seguí pensando y se me ocurrió que Panamá es como esos hijos que lo vuelven a uno loco. Les va mal en la escuela, se escapan por las noches para sitios en los que técnicamente no pueden estar, tiran puertas, no se comen las habichuelas, dicen malacrianzas, en fin, ustedes saben a qué me refiero. Defectos más defectos menos, todos hemos conocido algún personaje con estas características. Lo cierto es que a pesar de todo uno los quiere. Los quiere muchísimo y no habrá urgencia para la que no estemos listos. Así son esos amores. Pienso que con Panamá pasa lo mismo, es como ese hijo desastroso que uno quiere porque sí. A mi me pareció bien bueno el temita.

Sin embargo, esta mañana cuando me levanté y traté de traer a la mente todos aquellos pensamientos, según yo geniales, que había tenido en la madrugada se habían esfumado. ¡Caramba! ¿Por qué no lo anoté? Lo pensé. Sabía que, igual que los sueños, muchas veces las ideas de medianoche se desvanecen con el sol. Son como alérgicas a la luz del día. Pero no lo hice pues. Así es que me tocó sentarme castigada por un buen rato hasta que el cuento quiso regresar.

Ya ven, casi se me escapa el artículo solo porque no me quería despertar.