Por mi barrio pasa a diario un señor que vende bollos. Buenos, por cierto. Tiene además otros productos de maíz de esos que suelen vivir en el mismo platón que los bollos y que surgen ─pienso yo─ de aquellas mazorcas que resultan no ser tan nuevas como el resto. Tiene tortillas, torrejas y otras cosas.

Tiene días para pasar por las mañanas y otros en que lo hace por la tarde y alguna vez me dijo cuál era cuál, pero a mí se me enreda ese calendario. El caso es que no hace falta saber pues su pregón es tan conocido y a tal volumen que me recuerda a un cantante de ópera. Cuando lo escucho pienso que debe haber recibido entrenamiento en proyección de voz, como los artistas de teatro o los mencionados cantantes, porque si esa llamada saliera de su garganta hace rato se hubiera quedado afónico de por vida.

De verdad que es impresionante. Yo vivo en un décimo piso, que sumados estacionamientos y demás equivale como a un décimo quinto y lo escucho como si estuviera parado al lado mío. Y ustedes pensarán que lo oigo cuando está justo frente a mi edificio. No señor, se oye a tres calles de distancia. Es más, muchas veces cuando he bajado a comprar tengo que preguntarle al guardia de la garita que por dónde anda pues su voz no se aleja, solo su cuerpo.

Debo decir, que si bien es cierto, que la proyección de su voz me impresiona, lo que realmente admiro de este personaje es su tesón, su empeño, su constancia, su perseverancia. No falla un día, su producto es siempre de muy buena calidad, no lo ahuyentan ni el sol rajatabla ni los aguaceros de mayo ni el coronavirus ni nada.

No sé como se llama, aunque debería pues lo menos que he debido hacer durante alguna de mis compras es preguntarle su nombre, pero quién iba a decir que ese arrepentimiento aparecería ahora, durante el encierro. Claro, uno con tiempo y silencio para pensar va haciendo una lista de cosas que debió haber hecho y no hizo.

En mi libro este hombre es un ciudadano modelo. Un hombre que se gana la vida honestamente con el oficio que sabe hacer. Si hubiera más como él, otro gallo cantaría en este país. Si más personas estuvieran dispuestas a trabajar en lugar de sentarse a esperar a que el gobierno les diera un subsidio de algún tipo, si más panameños entendieran la maravilla de ser autosuficientes, el orgullo de alcanzar una meta, la satisfacción de saberse útil, Panamá sería un paraíso.

Nuestro país tiene todo lo necesario para ser un paraíso, para borrar desigualdades, para educar a su población, para recibir visitantes, pero no hay voluntad para hacerlo porque el tiempo para robar es poco y hay que aprovecharlo. Y de verdad les digo que si pudiera escoger entre pasarme un día junto a un diputado o a este vendedor de bollos, preferiría diez a uno sentarme con el vendedor de bollos pues estoy segura que de él podría aprender valiosas lecciones. De un diputado…