Todo comenzó de la forma más inocente. Yo estaba viendo televisión cuando mi sobrino llegó a mi casa cargando lo que parecía el ratoncito más lindo que había visto.

“Salo, ¿de dónde sacaste ese perrito?”, le pregunté parándome de un brinco cuando vi esa cosita toda bella. Me dijo que un amigo de su papá estaba en su casa de visita, y llevó a este peluche, digo cachorro, al que le estaba buscando un nuevo hogar, porque en la de él ya tenía dos más -los padres de Baby Boy, que es como se llamaba esta ternura canina.

Según el dueño, Baby Boy era un teacup “whatever”, y me juró que solo iba a crecer un poquito más del tamaño que tenía en ese momento.

Bueno, la mía terminó siendo la nueva casa del perro. Si yo que no simpatizo tanto con los animales me enamoré de este, imaginen el jolgorio de mis hijos. En ese entonces ladraba como un gato (en vez de guau, guau, sonaba como miaw), y yo tenía la fantasía de que me iba a acompañar las horas interminables que paso en mi casa frente al computador.

Adivinen qué: el perro creció; ya no es tan tierno; el frío de mi cuarto hace que se orine, y descubrí que no soy del tipo de persona que socializa con perros, pues disfruto mucho más la compañía humana.

Ya han pasado dos años, a mis hijos todavía les da risa mandarme en el grupo de Whatsapp fotos de las gracias que hace el perro en la alfombra de la sala y ver la reacción que en mí provoca. Pero él siempre de lo más fresh; jura que es uno más de la familia, un sentimiento que comparten mis hijos.

Un día estábamos yendo al interior y el tranque era tenaz. Yo estaba con los pelaítos en el carro, activados con el desorden, y una migraña estaba a punto de aflorar. Dije en voz alta: “Donde este perro empiece a ladrar, ¡palabra que le abro la puerta y lo dejo en libertad!”, pero fue un pensamiento fugaz, y en verdad yo jamás haría algo así, pero cuando conté eso a manera de chiste en la oficina, me topé con shock, indignación, hasta furia. En lo que respecta a los derechos perrunos aquí no hay sentido del humor.

En mi casa el colmo es que ya no puedo ni entrar a la cocina a buscar burundangas por las noches, porque esta bestia, digo perrito con complejo de doberman, me comienza a ladrar como si yo fuera una intrusa. Y tengo que buscar rápido lo que se me antoja antes de que despierte a toda la casa. “Shhh, Baby Boy, ¡soy yo!”, le susurro con autoridad, ¿pero será que me quiere tanto que me está ayudando a cuidar la dieta?

Yo sé que aquí es donde todos los defensores de animales están moviendo sus cabezas de izquierda a derecha, pensando que yo soy todo lo que está mal con gente que se emociona comprando mascotas y luego se flatea. Sí, es verdad. Mea culpa. Pero debo decir a mi favor que el perro ha tenido una buena vida en mi casa.

En más de una ocasión he llegado a encontrar a mi chiquito con Baby Boy acurrucado en la cama, entre una montaña de peluches. Los niños derraman sobre él su cariño, y en tiempos de escuela, cuando se acerca la hora de que vuelvan de clases, Baby Boy ya está pendiente agitando su cola.

Así que sin importar la cantidad de (des)gracias que siga haciendo en la alfombra de la sala, los ladridos a deshoras que me desquician, y todas mis amenazas de que el perro se va porque se va, Baby Boy ya es parte de la casa.

Mis hijos lo aman, y para mí eso es lo que cuenta.