Faltaban 10 horas. Los nervios no me iban a dejar dormir, ni acomodándome de un lado, ni girando hacia el otro.

En 10 horas me entregarían mi libro y ya tenía el despertador puesto, aunque por supuesto eso estaba de más. No hay forma de que me hubiera quedado dormida, si al parecer el problema era que me iba a trasnochar.

¿Qué tal si llega con hojas en blanco? ¿Qué tal si en la imprenta se saltaron una página? ¿Qué tal si por algún motivo inexplicable las ilustraciones terminaron acompañando la columna equivocada? Y si detecto errores de ortografía, ¿cómo voy a poder superarlo? ¿Es posible que mi nombre llegue mal escrito? Hasta eso llegué a pensar.

Publicar un libro es bastante parecido a tener un hijo: te haces varios ultrasonidos y en cada uno el doctor te asegura que todo está perfecto, pero hasta que tu bebé no salga al mundo y le cuentes 10 dedos en las manos y 10 dedos en los pies, no estarás tranquila.

Solo que acá no hubo monitores, solo llamadas por Zoom a Colombia, y ver a lo lejos las pruebas de color para ver cómo iba progresando el embarazo, que digo, la impresión.

A la mañana siguiente estuve lista antes de la hora estipulada. Llamé al muchacho del acarreo para sondear por cuál parte del trayecto desde Tocumen hasta mi casa iba. Una llamada, dos. No me contestaba.

Le escribí y resulta que estaba demorada la cosa. No había ni salido del aeropuerto, pero me dijo que no me preocupara. Calculaba que en media hora ya estaba.

Requiere pericia bordear el límite entre ser intensa y mostrarse entusiasmada, así que me contuve por una hora, pero nada. Le escribí de nuevo y me mandó un video de la fila para retirar la carga en el aeropuerto. “¿¡Qué!? ¿Todavía está ahí?”, exclamé en mi cabeza. Yo que pensaba que ya estaba en camino…

 Poco tiempo después, mi hijo entró al cuarto. “Mami, no te ves emocionada”, me dijo cuando me vio acostada mirando hacia el techo.

“¿Emocionada? ¡Estoy tratando de contener un ataque de ansiedad!”, le contesté, mientras respiraba profundo, contaba hasta 10 y soltaba.

Así nos fuimos hasta pasada las 3:00 de la tarde, en que recibí por Whatsapp las cuatro palabras más emotivas que leí esa semana: “Ya voy en camino”. Después de estar monitoreando la situación como quien cuenta centímetros, esto fue como pasar del área de labor a la sala de parto.

Y finalmente llegó mi libro. Hubo risas, emoción, abrazos y una que otra lágrima asomada. Un libro es fruto  de las ideas de tu intelecto, la lírica de tu imaginación y los sentimientos de tu alma. Es una extensión de ti misma.

Tomarlo en tus manos, recorrer la portada con tus dedos, acariciar sus páginas y olerlo, es el momento culminante de meses de gestar tu obra.

Esa noche dormí feliz, pero agotaba. Tranquila de que mis libros reposaban serenos, en múltiples cajas, en mi sala.