No recuerdo de dónde salió. No sé si lo compré yo o mi esposo, o si fue uno de los tantos regalos que recibió mi bebé cuando nació hace ocho años. Solo me consta que cuando él puso sus deditos regordetes sobre este peluche por primera vez, fue amor a primera vista. Perrito Azul, como lo apodamos -porque eso era-, se convirtió en su fiel compañero, amigo, mimo y consuelo.

No sé qué le vio mi chiquito ni qué fue lo que hizo que Perrito Azul fuera el escogido entre el montón de peluches que se desbordaban de la canasta en su cuarto. Pero ambos se tornaron inseparables.

Con el paso de los años, el peluche relleno se convirtió en un harapo desgarbado. Pero seguía siendo su más valiosa posesión. Perrito Azul pasó de ser celeste a gris y luego casi blanco. Se fue descosiendo, se le despegaron las orejas, y ya no se le veían ni los ojos ni su boca. Cada vez que mi chiquito dormía su siesta, la nana -tan especial que siempre ha sido- remendaba el peluche tratando de que recobrara algo de compostura. Por supuesto, en vano.

Y no importa, porque Gabriel quería a Perrito Azul por encima de todo. Es más, lo prefería sucio y desbaratado. Cuando lavábamos el peluche en casa y quedaba oliendo a jabón Ivory, se enojaba.

Perrito Azul era el secuaz de mi hijo. No podía dormir sin él, y si por alguna razón se extraviaba en otro lado, había que organizar operativos de búsqueda y rescate en los que los miembros de la casa entera participaban.

En casa la apariencia del peluche era motivo de gracia, pero a la hora de salir era una ligera inconveniencia. Mucha gente no podía creer el estado decrépito del peluchito, y cada vez que lo veían me preguntaban con curiosidad genuina, “¿Cuándo se lo vas a botar?”, y aunque era una pregunta válida, un día llegué a esta conclusión:

Todos, sin importar la edad, tenemos nuestra propia versión de un perrito azul. Algo que queremos, amamos, no por lo que es, sino por lo que representa. Algo que nos llena, nos acompaña y nos reconforta. Algo que nos permite no sentirnos tan solos o expuestos en el mundo. Algo a lo que nos aferramos, con fuerza, y que no queremos soltar. Puede ser en muchas formas y expresiones: un vicio, un pasatiempo, una canción o una persona. Un secreto cuyo recuerdo saboreas sonriente, en silencio. Puede ser la fe, la música, una pasión que nos mueve o hasta algo tan simple como un chocolate. Pueden ser tantas cosas, pero que nos hacen tan feliz.

Hace unos días recordé esto… y creo que todos necesitamos nuestro perrito azul. Gabriel tuvo el suyo hasta que literalmente se vio reducido a un nudo harapiento. Un día, cuando ya dormía en cama y cambiaron las sábanas, Perrito Azul fue a parar a la lavadora y más nunca supimos de él. Recuerdo esta historia con una sonrisa envuelta en melancolía.

Si yo a la edad que tengo necesito los míos, jamás le hubiera quitado a un niño puro e inocente, su maltrecho, pero adorado, Perrito Azul.