Me parece que, en general, tengo buena memoria, pero creo que esto es algo que nunca se me va a olvidar.

Estaba con mi chiquito en una fiestita de cumpleaños en un lugar de entretenimiento para niños. En ese entonces mi hijo estaba en prekínder, así que calculo que tenía como unos cuatro años. Él la estaba pasando fenomenal, hasta que de pronto vino donde mí y me dijo de la nada “Mami, me quiero ir”. Me extrañé porque cinco minutos antes estaba brincando en la piscina de bolas a más no poder. Le pregunté por qué se quería ir, y solo miró al piso y me repitió que quería irse. Le insistí y vi que se le estaba escapando un puchero y los ojos se le humedecieron. Al presentir lo que había pasado le dije: “¿Algún niño te molestó?”, y eso fue todo lo que hizo falta para que soltara un mar de lágrimas y me dijera con su vocecita de congoja “Lili me dijo pupú”.

No importa que Lili era una niña diminuta que le llegaba al ombligo. Para él esto fue el final de la fiesta, del día y del mundo, y no encontré la manera de consolarlo. Nos tuvimos que ir a la casa.

Aunque el episodio me pareció chistoso por un lado (no exagero cuando digo que mi hijo le doblaba en tamaño a la pulguita agresora), me partió el alma lo triste que se puso porque alguien le había dicho que era un pupú, al punto de querer irse de Be Happy.

Traigo esta historia a colación porque, a medida que pasan los años, podemos enfrentar con dolor triplicado la realidad de que nuestros hijos sean víctimas del ‘bullying‘. Gracias a Dios no es mi caso, pero niños que molestan, agreden o atormentan a otros es algo que nunca, nunca, nunca debe ser permitido, tolerado ni ignorado.

Recuerdo incidentes de mi propia infancia. En primaria yo era lo más distante a ser una niña popular. Fui la niña que llegó de Japón, un desatino social en la escuela, si me preguntan. Una vez, cuando regresamos de las vacaciones, un compañerito de salón que había viajado a Colombia trajo una bolsa gigante de Bon Bon Bum y le repartió a todos, menos a mí. Yo tengo buena memoria, pero eso me dolió tanto que creo que por eso aún lo recuerdo. Y eso que ni siquiera lo considero como ‘bullying’ per se.

Los niños y los adolescentes tienen egos frágiles. Algunos tienen que menospreciar a otros para sentirse más fuertes o mejores. Y nada más lejos de la realidad. Nos toca a los padres fortalecer la autoestima de nuestros hijos por sus cualidades y reprenderlos por sus equivocaciones. No podemos hacernos de ojos ciegos y oídos sordos, ni reírnos de sus asuntos y achacarlos a que “son cosas de niños”. No lo son.