Conocí a Winnie Louie miles de lunas atrás, en un año de la cabra, entre las páginas nítidas de un libro recién impreso.

Levantar la cubierta fue abrir un portal por donde me transporté a las aldeas en China del siglo pasado, en una historia que me escurrió los sentimientos y me hizo llorar.

La esposa del dios del fuego, de Amy Tan, se publicó por primera vez en 1991, y al igual que sus otras obras, el telón de fondo es la cultura china, su sociedad patriarcal, el abismo que se puede expandir entre generaciones y la endeble relación entre madres e hijas.

Por años lo recordé como uno de mis libros favoritos, a pesar de que quedó comprimido entre tantos otros que tengo en mis tablillas, de muchos autores, tamaños y colores.

O eso pensaba yo.

Al principio de la cuarentena me di a la tarea de organizar mi librero, que con los años se fue tornando en una cacofonía visual, donde iban aterrizando ejemplares por orden de llegada, y que compartían valioso espacio con revistas viejas, catálogos de negocios desaparecidos y adornos diversos.

Esa noche me fui a dormir admirando desde mi cama el arcoiris de libros ordenados por color.

De pronto recordé que no había visto el ejemplar en cuestión. Me paré, lo busqué ahí y en todos los otros recovecos de mi casa, en un fútil esfuerzo. Este fue otro ejemplar que salió de expedición, no recuerdo con quién, para no volver jamás.

Pasaron los días, pero no olvidé mi libro. Por más lindo que se veían los estantes, era como ver una sonrisa con un diente faltante.

Entré a Amazon para comprarlo otra vez. El único que encontré tenía un precio muy elevado: era de la primera edición y estaba firmado por la autora, pero tanto lo quería, que decidí pagarlo.

Cuando llegó el libro, un viernes en la mañana, me llevé la sorpresa de que no era nuevo, ni siquiera estaba firmado, y de hecho tampoco estaba en buen estado.

Contacté a Amazon y me dijeron que se los regresara para que me hicieran una devolución. Eso ya sería el lunes, pero antes de despedirme para siempre, me propuse leerlo una vez más.

Ese fin de semana abarqué las 415 páginas, reencontrándome con cada personaje y reviviendo sus historias para mí ya olvidadas.

Winnie y su amiga Helen habían guardado cada una los secretos de la otra por más de 50 años. Pero cuando Helen piensa que se va a morir no quiere llevarse secretos ajenos a la tumba. Por eso obliga a Winnie a contarle a su hija Pearl la verdad de su pasado, que empezó en una isla en Shanghai en los años 20. La suya fue una vida de sufrimiento y eventos desesperados, hasta que migró a Estados Unidos después de la II Guerra Mundial.

La narrativa me enganchó al igual que la primera vez, y las páginas se deslizaban con rapidez por mis dedos. Pero al terminarla, me sorprendió encontrar mis ojos secos.

Cuando la leí, hace más de 20 años, recuerdo haber sentido el dolor de la protagonista, lamentar su desgracia y encontrar intolerable su suerte.

Tantos años después la historia sigue siendo la misma, pero la leí con otros ojos, mi propia vida más vivida y un carácter ya curtido.

Cuando conocí a Winnie Louie, yo tenía edad para ser su hija. Ahora que nos reencontramos, la brecha se ha acortado y fue interesante descubrir que el mundo no se acaba en los puntos donde yo pensaba.