Los japoneses son muy metódicos y disciplinados, y allá vivía mi mamá cuando aprendió a manejar y sacó su licencia. Fracasó la prueba de manejo varias veces, y en el penúltimo intento todo se pefilaba bien, hasta que en un semáforo en rojo el instructor le dijo que avanzara.

“Pero la luz está roja”, le dijo mi mamá. “No importa, está conmigo. Siga”. Mi mamá avanzó, la reprobaron de nuevo y por eso dije que fue su penúltimo intento. “¡Pero usted me dijo que me la pasara!”, le reclamó ella, a lo que el instructor repuso: “Eso es para que aprenda a nunca hacerle caso al que va sentado al lado”. Y a mi mamá jamás se le olvidó, porque desde que recuerdo, cada vez que íbamos con ella en el carro y le decíamos: “Mami, ¡acelera!”, nos repetía ese cuento.

Es chistoso, pero yo también tengo varias lecciones que he aprendido al volante, pero no sobre el manejo, sino sobre la vida misma:

Puedes pitar todo lo que quieras, pero es por gusto. Las cosas se mueven a su propio tiempo. Recuerda esto la próxima vez que la luz del semáforo se ponga verde y tengas un tarado atravesado, así como cuando estás tratando de cerrar un negocio que llevas tiempo correteando. Respira hondo y ten calma, pues berrear y desesperar no sirve de nada.

Es mejor ir a la defensiva. A mi hijo le chocaron el carro hace unos meses y cuando me contó lo ocurrido me dijo: “Fue culpa del otro, ¡era mi derecho de vía!”. Menos mal que no le pasó nada, pero le contesté que para fines prácticos eso no hace diferencia. Sin importar de quién es la culpa, el daño real o potencial es el mismo. Igual que en la vida, a veces es mejor ceder que estrellarse.

Hay gente que, pase lo que pase, siempre va a buscar la manera de culpar a los otros por sus errores o deficiencias. Como la otra noche en que dos motos se pasaron un alto en Obarrio, y casi, casi me los llevo. Frené de tal manera que por poco quedo como calcomanía pegada al parabrisas. Bajé la ventana y les reclamé: “¡Están locos! ¿No ven que hay un alto?”. Y uno de los motorizados, que encima de todo llevaba una pasajera con él, me gritó: “¡Casi nos choca! ¿Sabe lo que me hubiera podido pasar?”. Digo, sí, pude haberlos matado, pero porque SE PASARON UN ALTO, pero por más clara que era la situación, este cabezón no entendía eso. A sus ojos, él era la víctima.

Pero del mismo modo, a veces los demás nos hacen dudar de nosotros mismos. Iba manejando por el carril izquierdo de una calle que transito a menudo, cuando de pronto me encontré con un carro que venía de frente. Me pitó (y posiblemente me insultó), yo me asusté, y que creo que hasta le pedí perdón. Pero después caí en cuenta de que el que estaba mal era él, que venía en contravía. Vivimos tiempos complicados en que a veces parece que la gente anda por el mundo sin dirección. Pero si sabes que vas por buen camino, no dejes que lo que hacen los demás te haga titubear. Aunque sientas que vas contra la corriente.