“Si tienes tiempo, ayúdalo un poco”, decía el mensaje en la pantalla de mi celular.

Lo leí incrédula, detectando el dardo que volaba entre líneas, especialmente porque provenía de alguien que me ha regresado a mi hijo con más de una docena de tareas acumuladas cuando ha ido a pasar algunos días en su casa.

Qué tupé.

Nunca he dicho ni insinuado que soy la mejor mamá del mundo. De hecho, desde que me estrené en este puesto y me daba taquicardia el prospecto de quedarme sola con mi hijo y no poder consolar su llanto, he tenido dudas de si estoy haciendo un trabajo medianamente aceptable.

Lo admito: no tengo paciencia, a veces soy distraída, irritable, y hasta gruñona. Aunque por mis hijos daría la vida, a veces no encuentro el ánimo para pararme de mi cama e ir a prepararles algo de comer cuando escucho el sonido de las gavetas de la cocina abriendo y cerrándose en medio de la noche.

¿Pero saben algo? Estoy.

Para cada cita en la escuela, cada visita al dentista, consulta con el doctor.

Soy yo la que marca el camino, no dándoles un mapa, pero marchando delante de ellos.

La que le dice a la maestra “tiene razón, póngale un uno”, a ver si aprenden. Algún día, esa enseñanza les será más útil que una mención de honor que quedará adentro de una gaveta.

Ahora que están más grandes, estoy lista, no para apañarlos cuando se caigan, pero para extenderles ambas manos para ayudarlos a ponerse de pie.

Cuando me encuentro con un hermetismo inexplicable, intento con dulzura descifrar la combinación que me revelará sus malestares y penas.

Soy yo quien imparte consejos, aunque no hayan sido solicitados, y la que trata de implementar, a pesar de la resistencia, una hora de la cena sin dispositivos y todos juntos en torno a la mesa.

Soy yo quien conoce cuál medicina sirve para cada dolencia sin necesidad de buscar en el celular.

También conozco cuándo es mejor decir algo y cuándo es preferible callar.

Soy la que deja que me usurpen el primer lugar en la lista de las personas más queridas, con regalos, aparatos y dinero, porque estoy segura que mis regaños y castigos valen mucho más que eso.

Soy yo quien prefiere hacer las cosas bien sola, que sentenciarlas a equivocaciones por estar acompañada.

No me da pena pedir el apoyo a mis padres, hermanos o amigas para que intercedan cuando una situación se me va de las manos. Y varias veces se me ha ido tan lejos como un Yo-yo.

Sí, soy una mamá imperfecta. No tengo paciencia, a veces soy distraída, irritable, y hasta gruñona, pero amo a mis hijos como nadie, y aunque me canse, nunca dejaré de tratar.