¿Cómo resumes en una ceremonia tantos primeros días de clases, comprar útiles, hacer tareas, mandar mensajitos en la cartuchera, revisar notas, recibir quejas de los profesores, tratar de salvar materias, asistir a los actos en la escuela?

Si cuento desde el principio, son 15 años desde nursery hasta sexto año... Recuerdo cuando llevé a mi hijo de la mano a su primer día de clases y lo dejé en el salón llorando. No olvido que cada vez que me veía en la escuela se le iluminaba su carita con emoción. Claro, con el paso del tiempo esa alegría dio paso a señales de alarma: “¿Qué hace mi mamá en la escuela? ¿¿Quién y por qué la llamó??”. Ay, y eso que a mí sí me llamaron mucho, para todo. Tanto que llegué a conocer bastante bien a la coordinadora de parvulario, al de primaria y a la de secundaria, quien dicho sea de paso fue mi profesora de química hace algunos añitos.

Estoy tratando de hacer memoria y tengo neblina en la cabeza. Ni yo puedo precisar cómo y en qué se fueron los años, pero lo cierto es que volaron, y mi hijo mayor se graduó la semana pasada de secundaria.

La invitación decía 6:00 p.m. Salí de mi casa 40 minutos antes, anticipando el tráfico de diciembre. Milagrosamente, no había tranque y me demoró 11 minutos la manejada, siendo yo, por una vez en mi vida, la primera en llegar. Y no exagero. En el auditorio solo estábamos la fotógrafa y yo. Y cuando vi el enorme letrero de Promoción 2017 en el fondo, y las sillas de los graduandos alineadas sobre la tarima, sentí que las primeras lágrimas se me iban a asomar. Abrí mi carterita y me di cuenta de que los Kleenex se me habían quedado en la casa. Le dije a mi chiquito (7 años), que estaba sentado a mi lado: “Gabu, por fa ve al baño a buscarme Kleenex”. Se rió y me dijo medio burlón: “Ma, ¿vas a llorar?”. Le contesté que lo más probable era que sí. Me preguntó que cuántos quería y le dije que con tres eran suficientes.

El chiquillo fue al baño de la escuela, y ustedes saben que en esos baños no hay cajitas con Kleenex, sino esos aparatos en las paredes en los que debes bajar una palanquita para que dispensen papel. Cuando veo a Gabriel regresar, venía arrastrando por todo el pasillo del auditorio una tira kilométrica de papel. Me le quedé mirando. “¡Te dije que tres!”, y me contestó muy pícaro “¡Pensé que tres mil era mejor!”. Eso me hizo reír entre la emoción, la gratitud y nostalgia que me embargaban en esos momentos.

Volviendo a mi graduando, pensar que fue un niño tan tremendo, que me llamaban de la escuela al menos una vez por semana. Ahora me lleva una cabeza y está en el top five de mis mayores orgullos. No por sus notas, qué va. Pero sí por ver el adulto maravilloso en que ese niño travieso se está convirtiendo.

Esa noche, cuando lo vi marchar, sí se me salieron las lágrimas. Agua salada mezclada con nostalgia, alegría y satisfacción.