“Este joven está mal y en estado cuadrapléjico”. Esas fueron las primeras palabras que Juan escuchó cuando llegó a la sala de trauma del Hospital Santo Tomás, luego de que el carro en el que viajaba de pasajero se estrellara contra un poste, porque el conductor se durmió al volante.

Atrás quedó el sonido de las sirenas de las ambulancias, carros de policía y bomberos. Ahora solo esas difíciles palabras se escuchaban como yunques que se hundían en las profundidades de la incertidumbre.

Estuvo en tracción cervical por 15 días. No podía mover sus brazos, ni siquiera para rascarse. En algún momento le pidió a una doctora que pasaba por ahí que le hiciera el favor de limpiarle la nariz. Ella le siguió la corriente a lo que pensaba era la broma de un paciente.  Cuando vio su expediente, se dio cuenta de que no lo era. Solo le dio una sonrisa y le dijo: “Suerte Juan”.

41 días después, y luego de sortear cirugías y varias complicaciones que lo orillaron casi a la muerte, Juan se fue para su casa en una camilla, con un cuello ortopédico, un tanque de oxígeno y sin poder siquiera controlar las funciones básicas de su cuerpo.

Conocí a Juan 21 años después, a través de mi cuenta de Instagram. Cierto día recibí el mensaje de un lector, él.  Me contó su historia y me recalcó que, a pesar de todo, es muy alegre y optimista. No hacía falta que lo hiciera; me di cuenta de ello en solo un párrafo.

Meses después, me invitó a su fiesta de cumpleaños. Como no podía ir esa noche, le dije que pasaría a la mañana siguiente a felicitarlo en su casa. La mamá de Juan, pendiente de cualquier cosa, es quien salió a recibirme. Afuera estaba su padre, trabajando tras una máquina de costura. Es una casa humilde, en el barrio de Santa Ana.

Yo me senté en el sofá, la mamá de Juan en una silla cerca del abanico y frente a mí, Juan en su silla de ruedas. Me contó entusiasmado de su trabajo como voluntario en el Club de Leones de El Dorado, las terapias que lo han ayudado a recuperar algo de sensibilidad en sus piernas y el uso de sus manos, y que estaba un poco apurado, ya que la celebración de su cumpleaños seguía. Pronto pasarían por él para ir a almorzar con amigos a Lung Fung.

Años atrás, en una de las crisis que tuvo luego del accidente, Juan cerró los ojos y le imploró a Dios por una oportunidad. La recibió y no piensa desaprovecharla. Vive su vida lo mejor que puede, con mucha fe y siempre con una sonrisa. Admiro la fortaleza y actitud de Juan.

Cuenta la señora Obdulia, su mamá, que el pronóstico de los médicos hace 21 años fue desalentador. Solo le daban meses de vida. Pero ella, determinada, contestó: “Mientras Dios lo mantenga a mi lado, haré todo por él”. Esas palabras me estremecieron. Obdulia renunció a su trabajo para poder cuidarlo. Al principio, cuando Juan empezó a sentarse en la silla de ruedas, su madre tenía hasta que sostenerle la cabeza. Salí de la casa de Juan conmovida. Es claro que enfrentar estos retos no ha de ser fácil ni económico, ni siquiera en las mejores circunstancias.

Los sábados Obdulia vende pescado frito y mariscada, para complementar el ingreso familiar.

Este año, para el Día de la Madre, quisiera felicitar a la señora Obdulia, y todas las madres como ella, que sortean retos monumentales, por el amor a sus hijos.