Abro mi pasaporte. Lo vuelvo a cerrar y suspiro. Este es el documento oficial que me va a acompañar en mis viajes los próximos cinco años. Y cada vez que pase por migración o que esté a punto de abordar un avión, y algún funcionario o agente de vuelo lo revise, se va a topar con mi foto con cara de convicta ahí en la primera página. Así ya se me fueron las ganas de viajar.

El día que fui a renovar mi pasaporte le puse extra atención a mi cabello y maquillaje. No es que le haga mucho a lo primero ni me pongo mucho de lo segundo, pero vamos, quieres salir decente en la foto.

Pero les cuento que la autoridad de los pasaportes tienen otros planes para uno. Te sientas con tu mejor sonrisa y lo primero que te dicen es “puede sonreír, pero sin que se le vean los dientes”. Bueno, a canalizar un look Mona Lisa lo mejor que puedas, pero qué va. Mi cara, en vez de enigmática, parece la de una puñetera atracadora que pillaron con las manos en la masa (estoy viendo la serie española La casa de papel; eso explica mi flamante vocabulario).

Bueno, no puedes sonreír como una persona normal, así que te acomodas el cabello. ¡Pero tampoco! Te lo tienes que echar para atrás y dejar tu cara completamente despejada. Así que eso de jugar con tu cabello, ponerte un poco adelante del hombro y el otro lado atrás, queda descartado. Ah, y además atrás de las orejas. Y no sé si me imaginé esto, pero sin aretes.

La foto la toman en el mismo cubículo donde llenan los datos en la computadora. Por ende, la cámara está sobre el escritorio, a 20 centímetros de tu cara. Te echas lo más, más, MÁS atrás que puedas, quedando casi incrustada como un taco en la pared, pero no hace diferencia. Te toman la foto y terminas con lo que parece un closeup.

(Opino que lo ideal sería tirar esa pared al menos un metro más para atrás, para que no se te vean las patitas de gallo, tus poros y algunas otras imperfecciones).

Yo no sé por qué las entidades responsables de emitir documentos que llevan fotos son tan canallas. La cédula y la licencia son otro trauma, pero de las tres, la foto del pasaporte ha sido la peor por lejos.

“Fataaal, joven, tómeme otra por favor”, imploro a la señorita detrás del escritorio. Y como es buena gente, se apiada y accede, pero en verdad con el cabello atrás, con tu pose de La Gioconda, sin aretes ni galluza, tampoco podemos esperar gran cosa.

No debería importar cómo nos vemos en las fotos, porque cuando tienes que usar tu pasaporte, licencia o cédula para algo, la persona que te lo pide puede ver la versión original en vivo y en directo, y darse cuenta de que en verdad tienes una apariencia agradable, que dista mucho de la fugitiva que pareces ser en el documento oficial.

Pero qué les digo, ¡me importa!