Al pasar las páginas en la enciclopedia mental de mis remembranzas, encuentro con facilidad el día en que conocí a la señora Carmen. Mi hijo mayor iba a cumplir su primer año al día siguiente, y mi segundo hijo era como una sandía pesada dentro de mi barriga. Con pies hinchados subí las escaleras hacia la agencia de empleo que quedaba en el segundo piso de un edificio viejo en la Vía España.

A pesar de que jamás nos habíamos visto, apenas mis ojos se posaron sobre su pequeña figura, encontré en su rostro una cualidad familiar, señora Carmen. Tal vez porque atrás de su mirada encontré un eco de quien en mi infancia fue mi nana.

Varias muchachas habían entrado y salido de mi casa como si tuviera una puerta giratoria. Pensé que tal vez contratar a una señora madura sería una decisión más acertada, aunque en el fondo temía que no aguantara el ritmo que la posición solicitaba. Pero al día siguiente, ya en mi casa, descubrí que atrás de su andar pausado, se cobijaba un espíritu noble e infatigable. Por los próximos diez años Carmen fue un híbrido ejemplar entre ama de llaves, mano derecha, discreta vigilante y abuela suplente.

Cuando pienso en ella, sobresale cuánto se preocupaba por que yo me alimentara bien durante mi embarazo, un cuidado que luego extendió a mis hijos. Parece mentira que hubo una época en que ellos comían lentejas, y fue gracias a ella.

Hace 20 años yo era una mamá inexperta. Cuando de bebé mis hijos enfermaban, Carmen alternaba sus brazos con los míos y juntas nos desvelábamos. Años después, cuando estaba encinta con mis mellos y tuve una cirugía de emergencia, fue ella quien se quedó a dormir conmigo en el hospital.

Nunca se lo admití a mi hijo, pero el día en que lo reprendí por haber intentado llevar a la escuela una pistolita de balines que su papá le había comprado, fue porque Carmen, mi eterna cómplice en los retos de la maternidad, lo había delatado.

Ahora, diez años después de que se marchó de mi casa, sus llamadas desde Colombia en julio, octubre y marzo eran usuales para felicitar a mis hijos en sus cumpleaños. También los paquetes de Bon Bon Bum que repartía cuando venía de visita.

La semana pasada, cuando me llamaron a contarme que Carmen fue hospitalizada allá en su tierra tras haber contraído Covid, temí lo peor, pero rápidamente descarté mi preocupación. Carmen, que se levantaba con los primeros rayos del sol y aún se le escuchaba trasteando en la cocina cuando las luces de la casa ya estaban apagadas; la que tenía más fuerza en sus brazos que yo en mi cuerpo entero; la que sacó cubetazos de agua la vez que una tormenta inundó mi casa y estrujaba las toallas hasta que quedaban casi secas, es una guerrera que no iba a doblar la rodilla ante un enemigo invisible.

Cuánto lamento haberme equivocado. El domingo en la noche, tras días con un panorama progresivamente desalentador, pero siempre con las uñas aferradas a la esperanza, recibí el mensaje de su hija, quien con palabras simples, pero demoledoras, me dio la noticia de que su mamá murió a las 8:05 p.m.

Empecé a escribir estas líneas con tristeza. Las despedidas afligen y la muerte es indiferente. ¿Pero saben algo? Las culmino con el consuelo que encuentro entre mis recuerdos y palabras. Hasta el cielo Carmen, un abrazo y gracias.