No conozco a Andrés, pero puedo imaginármelo empezando sus días cuando los primeros rayos del sol ganan la carrera por brotar del horizonte. 

Más por hábito que por apuro se levanta. La cuarentena sigue vigente, el día es largo y las pailas están vacías.

Por eso, cuando lo llaman para ofrecerle un camarón limpiando abanicos de techo, lámparas y ventanas, acepta. La pareja que lo contrata ofrece sacarle un salvoconducto, pero declina. Tener salvoconducto significa renunciar al vale digital, un vale que jamás le ha llegado, pero para algo sirve la esperanza.

Andrés apiñó tres horas de trabajo en las dos horas permitidas por su número de cédula.

Le pagaron $20, con los que pensaba comprar los medicamentos para la espalda de su padre mayor, y comida para su hijo de 10 años.

Pero salir y volver a Santa Librada demora más que las mezquinas dos horas que el Gobierno nos da. Cerca de su casa lo detuvieron en un retén, donde le pidieron coima para no llevarlo preso.

Tuvo que sacarse el pan de la boca y entregar los $20 que se había ganado, y encima endeudarse con el compadre que fue a rescatarlo. Son tiempos duros y ningún policía que se respete acepta solo $20 de coima.

Le tocará a su papá tolerar el dolor y a su hijo aguantarse el hambre, porque por su casa tampoco llegan las bolsas de comida.

Hemos estado tan ocupados evitando que el sistema de salud colapse, que no nos percatamos de todas las otras cosas que se nos han desbaratado.

El orden ciudadano, el sentido de justicia, la responsabilidad social son daños colaterales de esta épica batalla.

La pandemia aventó nuestra normalidad contra la pared, y como un frágil cristal se rompió en miles de pedazos.