Ser mamá es muy divertido. Es como entrar a una casa embrujada: te da miedito, pero igual te emociona. Así que entras a ver qué te encuentras, y te asustas, ríes, gritas, lloras, pero lo disfrutas. Así mismo con esto, en que todos los días hay retos y recompensas. Algunos definitivamente son más felices que otros, pero son parte del esquema.

Por ejemplo, lo que me pasó un día, hace meses. En mayo, para ser exactos. Salí de mi cuarto poco antes de las 9:00 a.m. y me encuentro a uno de mis hijos, con su uniforme escolar puesto, sentado en el sofá del estudio, mirando hacia la nada.“¿Y tú qué haces ahí?”, le pregunté a Cosa 1, porque según mis cálculos, a esa hora ya debería haber estado dando su tercera materia en la escuela. “Me dejó el bus”, respondió con una voz que me dio a entender que estaba más dormido que despierto. Obviamente la matemática no me cuadraba. “¿Cómo así? ¡El bus pasó por acá hace tres horas! ¿Por qué no me dijiste?”, le recriminé. ¿Y saben qué me dijo? “Porque me ibas a regañar”. ¿Acaso ahora le estaba dando besitos y horneando galletas?

El reglamento estipula que los estudiantes que no lleguen en el transporte escolar a tiempo, deben llegar a la escuela acompañado de uno de sus acudientes. Así que enfilé furibunda con él rumbo a la escuela.

Pero cuando llegamos, él no tenía una excusa válida que justificara su tardanza de ya casi cuatro horas. “¿Qué hago?”, me preguntó. Y sí, le contesté que agarrara un taxi o se fuera a pie, ¡porque yo no iba a regresarlo de vuelta a la casa!

Llegué a la oficina de mal humor. No había pasado ni una hora cuando, ¡bum!, me llega un correo de la escuela. “Estimada señora Esses, por este medio le notificamos que su acudido Cosa 2 ha sido suspendido del colegio el día de mañana por haberse fugado de la clase de química”. Grrrrrr. Esa sensación de querer que pasen rápido las horas para aterrizar mis manos sobre su pescuezo se adueñó de mí.

Pero la cosa se pone mejor (peor). En la tarde llevo al dentista a Cosa 2 y Cosa 3, y tras darle una mirada a los frenos de Cosa 3, el doctor me dice: “¡Mira cómo tiene este chiquillo sus brackets! Voy a referirlo donde alguien más porque yo no puedo seguir atendiéndolo”. Bueno, ahí se me aguaron los ojos y casi me pongo a llorar. Quería adelantar el reloj para que este día se terminara. ¿Estos hijos míos se pusieron de acuerdo o qué?

Pero cuando llego a mi casa y me encierro en mi cuarto, encuentro un cartoncito nítidamente puesto sobre mi almohada. Entra mi chiquitín, que en ese entonces aún tenía siete años, y me pregunta con orgullo: “¿Viste mi sorpresa? Es para ti”. Era un certificado que le dieron en la escuela por su buen desempeño en clase, y con eso borró toda mi frustración y enojo. Me agaché y le di un abrazo. Son las pequeñas cosas.

La semana pasada tuve otro de estos días, y manejaba mi carro sermoneando a uno de mis hijos de 14 años. En medio de eso, suavicé mi voz y le pregunté que quiénes son las personas que admira, con la idea de impulsarlo a que emulara sus cualidades. Y casi lloro cuando me contestó: “Bueno, una eres tú”. Giré hacia él y le pregunté “¿En serio?”.

“No en todo, pero sí en mucho”, fue su respuesta. Escuchar eso fue suficiente para mí.