Otra vez más el señor salía de la tienda con una tarjeta para hacer llamadas en sus ásperas manos. Los celulares aún eran un lujo y los teléfonos públicos todavía eran centinelas en las esquinas de cada cuadra.

Todas las semanas, sin falta, el buen hombre entraba a la tienda de electrónica, y cada vez, sin falta, compraba una tarjeta de 10 minutos para hacer llamadas.

El dependiente que todos los viernes lo veía entrar y salir estaba curioso, pero para no pecar de entrometido -o al menos para que no se notara-, un día optó por seguirlo: ver qué hacía, a quién llamaba, o a dónde se dirigía.

El hombre, de vestimenta modesta y caminar pausado, entró a la cabina telefónica más cercana.

Levantó el auricular, y marcó el número que tenía garabateado en la pequeña libreta que sacó de su bolsillo.

“Buenos días, soy jardinero. ¿Necesitan jardinero?”, dijo a la voz que respondió del otro lado. Escuchó en silencio unos momentos, dio las gracias y cerró.

Prosiguió con el siguiente número. Una vez más ofreció sus servicios como jardinero, y nuevamente encogió sus hombros antes de colgar el auricular.

Una tras otra fue pasando las páginas ajadas y haciendo llamadas, hasta que consumió los 10 minutos, o tal vez agotó todos los números en su libreta.

El dependiente del almacén sintió pena por el jardinero. Por eso, a la siguiente semana, cuando el jardinero fue a la tienda, se le acercó y le preguntó si lo podía ayudar en algo.

“¿Está buscando trabajo?”, le dijo.

“No, ya tengo trabajo”, repuso.

“Disculpe, no quiero ser indiscreto, pero la semana pasada lo escuché al teléfono, pidiendo empleo”, insistió el vendedor, tratando de no apenarlo.

“Ahhh, ¿eso?”, se apresuró en aclarar el otro. “Yo tengo trabajo. Soy un jardinero. Todas esas personas que llamé son mis clientes, quienes me pagan bien por mis servicios”.

Al ver la cara de confusión del vendedor, añadió: “Me pagan a tiempo y de forma justa, pero nunca, ni una sola vez, alguno de mis clientes me ha dado las gracias por un trabajo bien hecho, un jardín bien cuidado, o por hacer que florezcan sus patios. Por eso los llamo. Claro, no les digo que soy yo, pero les pregunto si necesitan un jardinero. Todos me contestan que no, que gracias, que ya tienen uno y que es excelente. Los llamo porque necesito oír eso”.

Les comparto esta linda historia tal como le fue narrada al rabino Ari Wiesenfeld y que me llegó por un chat al que me suscribí por Whatsapp.

Me gustó porque me recordó que pagar y valorar no es lo mismo. De cierta forma todos somos el jardinero, sedientos por sentir el aprecio de los demás, no solo en el trabajo, sino en nuestro día a día.