Como ustedes saben, la revista Ellas publica todas las semanas. Son 52 ediciones al año, así que acá siempre estamos con los ojos abiertos y las orejas como repetidoras, alertas de temas interesantes para desarrollar en publicaciones futuras.

Así, pues, en mi celular tengo montones de fotos y capturas de pantalla de cosas que veo por ahí, y que voy guardando para cuando me resulten útiles.

Hace unas semanas, mientras estábamos preparando el especial de Decoración, encontré una foto de una vasija kintsukuroi que guardé en mi celular en octubre de 2015.

El kintsukuroi es una técnica japonesa que repara objetos rotos rellenando las grietas que le quedan con una resina mezclada con oro o plata. Es parte de una filosofía que plantea que estas marcas forman parte de la historia del objeto y que, en vez de ocultarse, deberían lucirse y mostrarse, para dejar de manifiesto su recorrido y transformación.

Esa foto lleva cuatro años en mi celular, y no sé por qué me dio por hablar del tema ahora, y ni siquiera en un tema pertinente al diseño de interiores.

Todos sabemos que no existe la perfección, pero vivimos en un mundo que nos embute a diario esa noción -y la mayoría caemos. Les doy un ejemplo bien básico: antes de compartir una foto en redes sociales, el 99.9999% de la población la edita, le quita arrugas, la mejora y le pone filtro, no vaya a ser que el resto del mundo nos vea tal cual somos, así con nuestros desperfectos. ¿A quién engañamos?

En general nos esforzamos en esconder nuestras cicatrices, en vez de celebrar que ellas no muestran lo frágiles que hemos sido, sino lo resilientes que podemos ser.

Aunque esto es más obvio con las apariencias, es igual de cierto con nuestra esencia. Las vivencias personales son parte del ADN que nos hace únicos. Sin embargo, queremos disimular, esconder o ignorar, cuando deberíamos aceptar, exhibir y celebrar.

Si nos ponemos a vernos de forma objetiva, muchas de esas cosas que consideramos defectos, en verdad no lo son. Son parte del tejido que nos hace ser quienes somos y en quien nos ha ido moldeando la vida.

Lo que me lleva a esta frase que leí hace poco en Instagram y que traduje al español: “Amo la persona que soy, porque he luchado mucho por convertirme en ella”.

Sí, pues. A veces ha sido enredado, pero estoy acá. He aprovechado obstáculos como escalones. Convertí mis errores en lecciones. No soy la persona más fuerte del mundo, pero uso la que tengo. Puedo ser una dulzura de persona, pero si te metes conmigo, ¡ay!, mira lo que pasa.

He aprendido a no ahogarme en un vaso de agua; adopté el mantra “todo es para el bien”; cuando la embarro, saco la escoba; y cuando me caigo, me sacudo y me levanto.

Convertí mi cerebro en una varita, que no hace magia, pero me ayuda a transformar dudas, en decisiones, y problemas, en oportunidades.

Me gustaría pensar que, si yo fuera una vasija o un jarrón, estaría llena de resplandecientes grietas doradas.