“Shhhh, mami, cantas mal”, me dijo el impertinente de mi hijo. Es verdad que canto mal, y a todo volumen sueno mucho peor. Pero no se trataba de acompañar una canción cualquiera, ni de un improvisado karaoke. Estaba entonando nuestro himno nacional.

El viernes pasado, a las 7:00 p.m., salí con mi banderita al balcón, en un acto de rebeldía, no contra las leyes que nos rigen, sino contra la pandemia que nos somete.

Son días de miedo, preocupación, hastío e incertidumbre. Pero también momentos para solidarizarnos, ser agradecidos y demostrarlo. No podemos darnos abrazos, pero sí enviarlos a través de aplausos y cantos, desde nuestras ventanas o balcones.

Ahí parada recordé la última vez que canté nuestro himno con el mismo desentonado sentimiento. Fue el 18 de  junio de 2018, en el marco de otro suceso extraordinario. La barra roja ondeaba con furia nuestras banderas. Estábamos en el Fisht Stadium, en Sochi, en el marco del Mundial en Rusia. Fue la primera vez que Panamá clasificaba a esta cita deportiva, hecho que nos hizo vibrar de emoción y nos puso en la cúspide del regocijo. En cambio el viernes pasado, al igual que hoy, un enemigo invisible nos mantiene encerrados.

Cantar el himno de Panamá en un Mundial fue un sueño largamente anticipado. No me da pena admitir que el día del partido contra Bélgica, el primero de los tres que disputaríamos, elevar nuestras gloriosas notas quebró mi voz y me hizo llorar.

En Rusia, la camaradería entre panameños que llegaron de todos los rincones del mundo, era algo hermoso. Reconocer nuestro tricolor en otras personas y escuchar palabras que delataban su nacionalidad, era suficiente para tumbar muros y cruzar acantilados. El día del partido había 4 mil panameños entre las gradas, pero con la alegría de los 4 millones que se quedaron en casa. Todo eso recordé el viernes pasado, mientras desafinaba en el balcón.

Qué diferencia entre el lugar, la razón y las circunstancias. Ahora, en medio de la cuarentena, el himno se escuchaba por pedazos dispersos, un coro aquí y una estrofa por allá. A pesar de eso, quisiera pensar que el sentimiento es el mismo.

La vida es la suma de momentos dulces y sabores amargos. Situaciones extremas, como las que atravesamos ahora, tienen el dudoso talento de abrir el espectro y sacar a relucir lo mejor y lo peor de las personas. Al día siguiente, mi emoción fue reemplazada por decepción. Al ver en las noticias las imágenes de los actos vandálicos perpetrados contra varios comercios en barrios marginados, suspiré con nostalgia, extrañando el pueblo que a veces hemos sido y que aún podemos ser.