En mi interior puedo escuchar el tic-toc de un reloj imaginario que va acortando el tiempo hacia mi cita más importante del año. Faltan solo horas para comparecer en este encuentro y de su desenlace depende absolutamente todo: mi salud, el sustento, la vida misma, desde la cantidad de veces que me ría en los próximos 365 días, hasta el número de lágrimas que me toquen llorar.

Quisiera pensar que tengo todo en orden y que voy a salir triunfante. ¿Pero estoy verdaderamente lista?

Días atrás le escribí a una conocida a quien sé que le gusta leer y que cada vez que nos veíamos -antes de la reclusión de la pandemia-, me saludaba y hablaba con suma cordialidad, para contarle sobre mi libro y ofrecerle un ejemplar.

No me respondió hasta el día siguiente, en que me llamó.

La saludé con alegría, pero me preocupé cuando me dijo que aprovechaba mi mensaje del día anterior para llamarme, porque viene Yom Kipur. Para los judíos este es el Día del Perdón, la fecha más importante de nuestro calendario, en que D-s sella la suerte de cada individuo para el próximo año.

Resulta que hace varios meses hice algo que ni me recordaba de haber hecho, que aunque en el momento lo vi justificado –y no fue con mala intención-, ahora me doy cuenta de lo desafortunado que estuvo de mi parte. Pero no me llamó a reclamarme, sino a decirme que cuando se enteró de mis acciones, pensó y probablemente habló mal de mí. Se disculpó por eso, pero me dijo con franqueza lo mal que se sintió por ello, y al escucharla no pude evitar que lágrimas de vergüenza rodaran de mis ojos. Me sentí tan pequeña como una piedrita.

En años anteriores he hablado sobre perdonar a los demás, incluso sobre perdonarme a mí misma, pero jamás sobre cuando he sido yo la transgresora. Todos cometemos errores, ¿pero qué sucede –o deja de suceder- cuando ni siquiera te percatas del daño que le has provocado a otros?

Es como alguien que sale del supermercado cargando sus bolsas, sin darse cuenta de que hay un frasco que está chorreando tras su paso. Esta persona llega a su casa, cocina su cena, disfruta en familia y sigue su vida, sin enterarse que poco tiempo después alguien resbaló y se lesionó en el charco que dejó en su camino.

He leído que perdonar no es un regalo para quien lo recibe, sino para quien lo da, pues se libera del peso que conlleva arrastrar resentimientos. Pero discrepo. Al perdonar, le estás regalando al infractor una oportunidad, preciosa, de reconocer un error del que tal vez no estaba ni consciente, y la posibilidad de al menos tratar de enmendarlo.

Y así se repara el mundo. No poniendo curitas, sino planchando sus quiebres.

¿Qué hubiera pasado si esta persona no hubiera recogido el valor para llamarme, disculparse y perdonarme? Malos sentimientos se hubieran enconado en su ser, y yo estuviera ahora pensando que tengo mi juicio ganado.

En definitiva, hubiera preferido ahorrarle el dolor que mis acciones estúpidamente le causaron. No puedo echar el reloj hacia atrás, y lo hecho, hecho está. Pero si lo que aprendí de eso, sirve para algo, no habrá sido en vano.

Mientras apago la computadora y me dispongo a alistarme para mi cita con D-s en Yom Kipur, me doy cuenta de algo: con mi error no fui tan pequeña como una piedrita; sino diminuta como el polen. La diferencia no está en el tamaño, sino en el potencial de aportar, producir, transformar.