En mi infancia, y hasta de adulta, escuché muchas veces la historia de un señor que, con el peso de su conciencia abrumándolo, fue donde su rabino buscando perdón por haberse entregado al mal hábito de hablar mal de su prójimo.

El rabino le dijo que no se preocupara, que lo podía ayudar, pero que primero fuera a comprar una almohada, subiera a la azotea de su casa, abriera las almohada e hiciera volar todas sus plumas al viento. El hombre hizo tal como le ordenaron, y regresó al día siguiente emocionado donde el rabino, esperando encontrar absolución. Pero se sorprendió cuando este le dijo: “Ahora ve a buscar todas las plumas que botaste”. “¿Cómo? Imposible”, exclamó el señor. “El viento se las llevó, ¡deben estar esparcidas por todos lados!”. A lo que el rabino repuso, “Así mismo sucede con tus palabras: una vez que las sacas de tu boca y las riegas por el mundo, por más esfuerzo que hagas, son imposibles de recuperar”.

Se han puesto a pensar que, de todas las criaturas existentes, el ser humano es el único que tiene el don del habla. Es cierto que los animales se comunican a su manera y los pericos repiten, pero la facultad de expresarse por medio de las palabras es exclusiva del ser humano. Somos los únicos seres parlantes.

El fin de semana pasado, tumbada al lado de la piscina, me puse a leer un libro que me prestaron. Se llama The four agreements, y según anuncia la portada, es una guía practica a la libertad personal.

Si quieren saber los cuatro enunciados, les recomiendo leer el libro, que me pareció muy bueno, corto y sencillo. Pero voy a elaborar en el primero: ser impecable con tu palabra.

A lo largo de los años me he dado cuenta del enorme poder que tienen las palabras: bien empleadas pueden enaltecer y construir. Mal utilizadas pueden dañar y destruir.

Como resalta el libro, las palabras no solo son cosas que se dicen o se escriben. Son el medio que tenemos para crear los eventos en nuestras vidas; de hecho, es la herramienta más poderosa que tenemos los seres humanos. Tanto así, que el autor del libro, Miguel Ruiz, un nagual de la tribu tolteca, llega a comparar el efecto de las palabras con magia blanca y magia negra.

Y es verdad. No necesitamos varitas mágicas; solo la inteligencia de entender este valioso don que tenemos y la prudencia para emplearlo de forma correcta. ¿Quién no ha visto cómo se transforma el rostro, la postura y hasta el ánimo de una persona al decirle una frase amable? Del mismo modo, cómo una crítica, regaño o grito puede desencadenar en peleas, problemas y cataclismos.

Así pues, recordemos siempre que no hay forma de recobrar las palabras emitidas. Y si vamos a decir alguna, procuremos que valgan la pena. Magia blanca.