El reloj de la cajilla de Cable Onda marca las 8:14 p.m. en sus luminosos números neón. Es una hora relativamente temprana, pero mi plan para la noche está trazado: hacer absolutamente nada que no involucre avanzar en mi lectura, en mi escritura, o en el peor de los casos, mi serie de Netflix.

Por eso me sorprendo -mucho- cuando mi hijo de nueve años entra a mi cuarto y me anuncia rimbombante: “Ma, ya son las 8:00. Vamos”. What? “¿De qué hablas, Willis?”, tengo ganas de contestarle, pero en vez lo miro y le pregunto perpleja “¿A dónde?” y me responde “A buscar pokemones”. No sé de dónde salió con eso.

“Mi rey, estoy en pyjama. No voy a salir de la casa”, le aclaro, y aquí es donde el relato se torna kafkiano, porque me contesta “¡pero tú me dijiste!”, y puedo asegurar por lo más sagrado del mundo que eso no pasó.

“¿De qué hablas? ¿Yo cuándo dije eso?”, quiero saber y me sale con que hace dos horas me pidió que lo llevara a buscar pokemones, y le dije que no. Entonces me preguntó si podíamos ir a las 8:00 p.m. y yo le dije “Ok”.

Obviamente uno de los dos está alucinando. O debo llevarlo a que le examinen los oídos o tengo que ir yo a que revisen mi cerebro, porque ambos estamos completamente convencidos de lo que decimos.

Mi respuesta oficial cuando mis hijos insisten en algo que yo no quiero es “vamos a ver” o “quizá”, para ganar tiempo hasta que dejen la intensidad. Por lo tanto, no hay manera de que yo haya podido decirle ese “Ok” que él jura y perjura.

Empiezo a discutirle y se pone a llorar. Estoy segura, más allá de cualquier duda razonable, que jamás accedí a ir a las 8:00 a buscar pokemones, pero llora con tanto sentimiento, me dice “¡recuérdate!” tantas veces y con tanta convicción, que sí, me hace titubear.

Qué diablos. Lo mando a ponerse los zapatos. Me visto y busco mi cartera. Vamos a cazar pokemones. Como me dijo al día siguiente mi amiga Chelle, la razón no es de quien la tiene, sino de quien mejor argumenta su caso.