Los paseos a El Valle fueron una tradición. Cada año, se organizaba un fin de semana en el que todos los jóvenes de mi escuela estaban invitados a participar. La primera vez que fui tenía 11 años. Estaba ansiosa, emocionada, a la expectativa de esta gran aventura de la que los niños más grandes tanto hablaban.

Mi mamá me despachó con una enorme bolsa de golosinas, un beso y un “que la pases muy bien”. En un “diablo rojo” alquilado arrancamos con destino al interior.

Toda la bulla del paseo duraba 48 horas, en las que se realizaban actividades diversas como guerras “scouticas”, competencias entre bandos, fogatas con cuentos de terror (La Tulivieja). Pero hoy les voy a hablar de la tradicional caminata. Han pasado muchos años y no recuerdo si de verdad escalábamos la India Dormida o si se trataba de algún cerro menor. Pero como fuera, para mí eso era como tratar de treparse al Everest.

Bueno, ustedes ya me conocen. Nunca quería ir a las caminatas, no las disfrutaba, de hecho las odiaba. Pero aun con la ropa sudada, los pies reventados y el ánimo desinflado, no quedaba de otra que subir. Esforzando un paso tras otro, a veces me daban ganas de llorar y sentarme en el suelo, dejar que los otros siguieran, pero esa no era una opción. Además, venía alguien más grande a decirte que te movieras.

Hace unos días estaba pensando en los problemas. No en uno en particular, sino en los que todos atravesamos en la vida.

Cuando tenemos alguna dificultad, es una gran suerte tener gente a nuestro alrededor que se preocupe por uno, que nos guíe, apoye, aconseje. Tengo la fortuna de tener gente así en mi entorno, amigas y familia que son una bendición. Pero, ¿saben algo?, me pongo a pensar que los problemas que he tenido en la vida, los he resuelto yo misma. A veces lo he hecho bien, a veces no tanto, pero estoy orgullosa de que no me he sentado a esperar que venga alguien a cargarme o resolverme. Cuando me he equivocado, yo misma agarro la escoba para limpiar el reguero. No cuento con que venga nadie atrás mío con un recogedor. No podemos controlar lo que nos pasa en la vida, pero sí cómo reaccionamos. Seguro, en ocasiones he buscado ayuda, pero eso también es parte de solucionar algo. Porque puede venir una tribu entera de gente, pero si no tienes la voluntad de resolver, vas a quedar atorada.

A veces saber aguantarse es parte del proceso, pero dependiendo del nivel de dificultad, mis soluciones han sido desde llorar, comer un helado, dormir una siesta, tomar supradol, contratar ayuda, despedir gente, cortar amistades, cambiar de trabajo, hasta divorciarme. Hay que echar para adelante.

Así que me acuerdo de esas caminatas… No las quería, no me gustaban, pero eran parte del programa, y a las buenas o a las malas, tocaba superarlas. Pero una vez que lo lograba… wow, qué buen sentimiento.

Pasaron 30 años y finalmente me hacen sentido las caminatas.