En mi cumpleaños 33 mi esposo de casi 10 años me pidió el divorcio. Recuerdo que me dio un ataque de risa porque pensé que era una broma. Hasta ese entonces mi vida familiar había sido perfecta y estaba casada con el mejor hombre del mundo.

Podría haberme pasado cualquier cosa, menos que mi matrimonio se acabara.“Ya no te amo”, “no me gustas”, “quiero el divorcio”… fueron tres puñaladas que me desgarraron el corazón; sentí como si en ese instante me estuvieran descartando a la basura. En mi cabeza solo había confusión porque habíamos sido realmente felices.

¿En qué momento al hombre que me juró amor y fidelidad delante de un altar se le acabó ese amor?

Por supuesto hice la pregunta clave: ¿Hay alguien más? Y su respuesta fue la esperada: “No hay nadie más; se acabó y punto, no estoy interesado en intentarlo”.

En el cumpleaños número 5 de mi niño más grande, el amor de mi vida se fue a vivir con su nuevo amor que, por supuesto, siempre existió y él negó hasta el día que todas las pruebas salieron a la luz. Después de soplar su velita y pedir su deseo, mi niño vio cómo su padre, que hasta ese momento había sido su superhéroe, nos abandonaba.

Mi hijo pequeño, el de dos años, se aferraba a los barrotes de la puerta, llorando porque no entendía qué estaba pasando.

Allí quedé, destrozada, literalmente por el piso, sin un centavo. Yo había renunciado a mi trabajo hacía años para dedicarme totalmente al hogar. Dormíamos en un colchón en el piso porque no teníamos ni para comprar una cama. Estaba sin amistades, sin vida social y con dos niños que se levantaban todas las madrugadas preguntando por su papito.

Lloré hasta el cansancio, rebajé 10 libras de la depresión, caía de rodillas preguntándole a Dios por qué me estaba pasando esto. Los juicios que siguieron para la pensión alimenticia y control de visitas fueron desgastantes. La carga económica y emocional era demasiado para mí, y aunque no hablaba sobre el tema con mis niños, ellos sentían que algo estaba pasando y que mamá siempre estaba triste y ya no quería jugar como antes.

Un día me levanté y dije: “Me sigue doliendo, pero hay que producir. Las deudas no se pagan solas”. Recordé que tenía una receta de galletas caseras a base de hojuelas de avena que eran las favoritas de mis hijos, así que me puse a venderlas de puerta en puerta a los vecinos y amistades. Me iba con mis niños caminando -no teníamos auto-, cubriéndonos del sol con un paraguas. Cuál fue mi sorpresa que las ventas y pedidos comenzaron a duplicarse. Hoy tengo un listado fiel de clientes y actualmente se venden en un comercio de la localidad.

Hice un blog; desahogarme me ayuda. Una amiga me dijo: “No hables de tu separación, no digas que has sufrido depresión, vas a asustar a las personas que te leen”. Pero pienso que si hay otras mujeres pasando por lo mismo, necesitan sentirse identificadas, saber que sí hay esperanza y vida después de una separación.

Este año también conseguí un trabajo estable después de estar más de siete años fuera del mercado laboral. Sigo luchando por alcanzar una estabilidad emocional y económica. Los sentimientos son como una montaña rusa, hay días altos y bajos. Reconozco que aún sigo en proceso de sanación, pero hoy puedo decirles que mi vida no se acabó el día que firmé mi divorcio. Ese día volví a nacer.