Una noche, durante la cena, el hombre con quien siete años atrás había decidido compartir mi vida, me planteó que estaba con alguien más; me dijo que la relación entre nosotros no estaba bien y que yo podía hacer lo que quisiera, pero que ya nada iba a ser lo mismo. Yo venía notando que estaba distinto, fuera de lo normal desde hacía unas semanas, pero una cosa es sospechar algo y otra muy distinta es que te la confirmen.

Con dos hijas y recién iniciando una empresa desde casa, me pasaron mil cosas por la cabeza, desde aceptar la oferta de estar juntos pero no revueltos, luchar por salvar mi matrimonio, o tomar una decisión definitiva.

Me fui donde una tía con mis hijas por unos días para pensar. Decidí ese sitio como neutro, porque irme a casa de mi madre no era lo más razonable. Yo no sabía qué iba a pasar, pero si todo se arreglaba no quería estar lavando los trapos fuera de casa.

Luego de una semana regresé porque no podía tomar una decisión definitiva lejos de mi hogar. Hacerlo no fue tan positivo, pero sí determinante para iniciar con mi proceso de ver todo con toda la madurez y serenidad que me fuera posible, pues en este caso yo tenía que estar segura de si iba a perdonar, si iba a estar dispuesta a intentarlo y que se arreglaran las cosas.

Por casi ocho meses traté con oración, terapia de pareja, iglesia, psiquiatra, hablando con amigas con más experiencia y hasta con él mismo. Sosteníamos conversaciones de cómo serían las cosas, pues nuestras hijas tenían cuatro y cinco años. Yo no quería tomar decisiones impulsivas, pero de su parte nada era positivo; de hecho, todo se volvió cada día más complicado, las peleas eran constantes y no se medía para hablarme fuerte o ser hiriente delante de las niñas. Mis hijas veían escenas con frecuencia y fue cuando me dije varias cosas: Este no es el entorno donde quiero que crezcan mis hijas; este no es el fin del mundo; tengo toda la capacidad de salir adelante, solo debo tener las ganas de hacerlo; mis hijas no merecen ver a una mamá que aguanta maltrato verbal, pues ya estábamos cayendo en eso.

Hablé con él y, por supuesto, no me creyó. Ya lo había hecho con su mamá, con la mía, mi tía y mi mejor amiga, para pedirles todo el apoyo posible. Una mujer no “deja” su casa, y además estaba en mi conversa interna que una mamá aguanta lo que sea por sus hijos. Pero a pesar de que mis hijas estaban pequeñas, cuando conversé con ellas solo dijeron “mamá, no queremos que llores más”. Fueron ellas quienes me dieron la fuerza que necesitaba para tomar mi decisión de dejar todo atrás y empezar una vida nueva.

Llegado el día, solo salí con nuestra ropa, pero regresé a casa de mi madre con una paz que no se puede comparar con nada y con todas las ganas del mundo de darle a mis hijas un futuro donde se sintiera el amor sobre todas las cosas.

Pensaba esto a diario: Me esperan cosas maravillosas, mi decisión no es ni buena ni mala, solo tomé la opción de ir por más. Estoy completa, de todo lo que me está pasando aprendo de lo negativo y tomo lo positivo. Hay un mundo maravilloso para mí, ¡estoy lista!