Era sábado por la mañana. El rayo de luz que se colaba por la cortina de mi ventana era un claro indicador de que hacía rato había amanecido. Aún en el umbral del sueño, me incorporé sobresaltada y un poco confundida al ver que eran ya pasadas las 9:00 de la mañana. La confusión duró solo un momento: al girar la cabeza hacia un costado, las sábanas nítidas y estiradas del lado opuesto me recordaron la razón por la cual nadie me había levantado esa mañana.

Era el primer fin de semana después de mi separación que a mis hijos les tocaba irse con su padre. El silencio de la solitaria casa, usualmente inundada de bullicio y movimiento, hacía aún más estridentes los pensamientos negativos que gritaban en mi cabeza y que no podía acallar.

Después de estar presente durante cada momento de la vida de mis hijos desde que al nacer los depositaron en mis brazos, ahora comenzarían una etapa sin mi presencia constante a su lado. La angustia de pensar que vivirían experiencias de las cuales yo ya no podría formar parte me apachurraba el corazón, a la vez que despertaba en mí el sentimiento de culpa inevitable.

Sin nadie a quien llevar o traer, sin deberes escolares en los que ayudar y sin peleas en las que intervenir, me sentía como si me hubieran despedido del trabajo más importante que había ejercido durante los últimos 15 años.

La finalización de mi proceso de separación y el comienzo de mis trámites de divorcio representaban para mí la conclusión de una serie de pérdidas donde la más dolorosa no había sido necesariamente la pérdida de mi pareja (a él, sin yo saberlo, ya lo había perdido hacía tiempo), sino la pérdida de un modo de vida del que me costaba mucho prescindir, porque había sido muy feliz mientras duró.

Con el tiempo me di cuenta de que mis reacciones y sentimientos durante esta etapa, aunque sumamente exagerados, eran normales y hasta necesarios. El proceso de aceptar el giro tan radical que había sufrido mi vida, desvaneciendo la imagen de lo que consideraba mi familia perfecta, era una herida profunda que por más que quería mantener cubierta era necesario dejar airear para que pudiera comenzar a sanar. Reconocer que estaba pasando por las cinco etapas de duelo que se experimentan ante una pérdida (negación, ira, negociación, depresión y finalmente aceptación), y entender que estas no tienen un cronograma definido ni una fecha de expiración, fue el primer paso para mi recuperación.

Número uno en la agenda estaba reconciliarme con la idea de que no le había hecho un daño irreparable a mis hijos y que la capacidad de un niño de adaptarse a las diferentes situaciones que presenta la vida depende mucho de cómo las manejan los adultos que se encuentran a su alrededor.

También de suma importancia era entender que ser esposa, madre, hija, hermana, amiga o cualquier otro título que se nos confiere por la relación que sostenemos con terceras personas no definen nuestro valor, integridad ni lugar en la vida.

Por último, tuve que abrir mi mente para aceptar que la vida es una aventura demasiado extraordinaria como para pensar que solo puede disfrutarse desde un solo camino. El secreto está en saber cuándo es necesario cambiar de dirección y cómo encontrar los senderos nuevos. Como dice el dicho: si el plan A no funciona, hay 26 letras más en el abecedario.

No fue fácil, no pasó de la noche a la mañana, y sobre todo no lo hice sola, pero finalmente puedo decir que mis heridas terminaron de sanar. No les voy a mentir. Creo que las cicatrices nunca se borrarán, pero son la evidencia de que no importa cuán difíciles sean las batallas ni cuán débiles nos consideremos, siempre es posible encontrar dentro de uno la fuerza necesaria para salir adelante.