Eran las 5:00 a.m. de un lunes de junio y mi despertador sonó como todos los días de la semana. La única diferencia es que era mi cumpleaños número 36 y era el primero después de ocho años que pasaría sola, pues me había separado de mi esposo cinco meses atrás.

Luego de terminar la rutina diaria y de que mi hija se fuera al colegio, me sentí un poco mareada. Me senté en la cama y en ese momento recordé cómo me sentí la semana anterior: un poco triste, sola y deprimida. Tenía un nudo en la garganta y miedo de enfrentar la realidad. Era mi primer cumpleaños sola después de mucho tiempo; solo mi familia y mis amigos más cercanos sabían lo que había pasado. Aún hablaba de “nosotros” como si existiera un NOSOTROS, ya que no quería hacerlo público.

Escuchaba las voces de mis compañeras de trabajo preguntándome qué me había regalado él, si me iba a enviar el arreglo de rosas como todos los años, a dónde iríamos a cenar, y si estaba lista para una noche de pasión. En ese momento se me aguaron los ojos, y no porque lo extrañara a él, sino porque estaba tan preocupada por el qué dirán.

Podía mentir sobre el regalo y el lugar de la cena, pero el arreglo de rosas nunca llegaría y hasta pensé en enviármelo yo misma para no levantar sospechas. Y en ese momento, luego de ese pensamiento tonto, desperté del trance en el que estaba, por el temor al qué dirán y me pregunté: ¿en serio un arreglo de rosas tiene tanto valor para mí? ¿Es esta la manera como quiero iniciar un nuevo día de vida y mi cumpleaños?

¡No!, ¿verdad? Así que me levanté, me sequé las lágrimas, y me bañé. Al salir del baño fui al clóset y saqué el pantalón, la camisa y los zapatos que había comprado el día anterior para celebrar mi cumpleaños, y me vestí y salí de casa rumbo al salón de belleza.

Ya en el carro conecté mi celular a la radio y en medio corredor, y con algunos espectadores alrededor, canté a todo pulmón las canciones que más me animaban, y entre risas, buenos recuerdos, mímicas y estrofas, poco a poco mi humor fue cambiando y mis temores desapareciendo.

Al llegar al salón estaba lista para hacerme blower y el manipedi, pero sentía que quería algo más… Quería exteriorizar de alguna manera la felicidad, paz y liviandad que sentía al no estar en esa relación tóxica que me restaba luz y decidí cortarme el cabello. ¡Sí!, cortar mi larga cabellera. Al principio me dio temor, pero con cada cabello que caía al suelo me sentía más viva, feliz y lista para vivir mis días de la manera que yo quiero, sin amarguras, sin reproches ni resentimientos, dispuesta a aprender de mis errores, pero sobre todo, lista para ser ¡feliz!