Fueron años, muchos años en los que fui mi propia psicóloga y terapeuta. Aún visualizo mis horas de terapia: una silla en la parte trasera de la casa, mi pequeña Biblia y yo, impotente, abatida, golpeada por aquellas frases hirientes, que según él no eran para que yo las tomara de esa forma.

Yo exageraba, pero ¿por qué me hacían sentir tan poca cosa e inferior? ¿Era acaso mi culpa, tenía yo complejos de inferioridad, no era lo suficientemente madura, no estaba yo a la altura de él como para ser su esposa y que me tratara como tal? ¿Por qué no valoraba mi fidelidad a él, a la casa, a mis hijos, el ser la doméstica oficial del hogar por más de 15 años?

Después de tanto autoanálisis decidí renunciar a mi trabajo. Pensé que si renunciaba y me quedaba en casa podría salvar mi hogar, pero muy en el fondo quería que todo acabara pronto. Si iba a ser así, para qué darle más largas. Así pasaron casi seis años de altibajos, pero de pronto vi una luz; parecía que todo iba a funcionar.

Según él, para que estuviéramos más holgados, y como yo había dejado de trabajar, se hizo una segunda hipoteca de la casa para bajar la letra y comprar un carro de segunda pero más nuevo (que por cierto, él se lo quedó). Bueno, resulta que este sería un plan muy bien orquestado.

Todavía recuerdo cómo me sentí cuando me pidió el divorcio: sola, desarmada, indefensa, vulnerable. ¿Qué iba a hacer? Las deudas, la casa, la escuela privada de los niños, la casa no estaba cercada, yo sola y los niños, que íbamos hacer si alguien se metía…

Para suavizar el duro golpe, él iba a seguir pagando todo, pero ese dulce se convirtió en un saladito… Les acorto un poco la historia: a las finales y hasta la fecha yo asumo todos los gastos.

Y así fueron llegando otras noticias: una chica más joven, que según él le dio a entender a nuestros hijos recién había conocido, pero resultó ser que ya se frecuentaban desde antes de pedir el divorcio (aún no sé cuánto antes), todo gracias a Facebook… Se imaginan cómo me sentí cuando vi su comentario en una foto de ella, “Bella, qué bella”.

Han pasado casi ocho años, ha sido un proceso largo, de más bajos que altos, pero con la ayuda de mi Dios, la oración y la fortaleza que me da saber que tengo un compromiso con dos criaturas que no pidieron venir a este mundo a pasar tantas vicisitudes, sigo de pie, y el día del perdón llegó, no recuerdo en qué momento, pero llegó. Hoy solo tengo paz en mi corazón.