Madrid, 1995. Ahí estaba mi príncipe caribeño, encogido de frío en una fiesta de la universidad. Lo vi y me enamoré. Seis años de amor, ¡nos casamos a la española! El año siguiente, nos mudamos a Panamá. Mi príncipe quería estar cerca de su familia, amigos y yo por primera vez dejé a los míos.

Me sentía tan cómoda aquí, que mi casa era mi castillo. Para nuestra felicidad absoluta, en 2005 supimos que íbamos a tener nuestro primer bebé. Teníamos una vida llena de todo. Pero cuando en 2007 le di la noticia de que tendríamos nuestra segunda hijita, apenas me miró fijo, sin decir nada.

A la semana me dijo, que por el trabajo debía irse al interior. Le dije: “estoy por ti, siempre”. El primer mes parecía que todo caminaba bien. Un domingo, cuando él se disponía a regresar a su trabajo, le dije que me iría de viaje con las niñas a visitar a mi familia. Habían pasado siete años que no regresaba a España, pero solamente me dijo: “no pienso que sería bueno”.

El tiempo fue pasando. Entre un fin de semana y otro teníamos a papi en la casa, pero su ausencia empezó a ser cada vez más frecuente. Lo llamaba y me salía apagado, los mensajes no entraban, y no tenía ninguna expresión de amor. Ya tampoco nos tocábamos. Los amigos en común me decían que lo habían visto en una discoteca del interior con una morena. Me afronté a la triste realidad de las traiciones. Fueron los primeros años de masacre psicológica por parte de él y su familia. ¡Qué guay! Yo era la extranjera que le hacía de cuadros la vida.

Llegó 2009 y nos divorciamos. Él dijo que seguiría su vida, que amaba a las niñas. Listo. Entonces le dije: “regresaré a Madrid para apoyarme en mi familia. Podrás viajar a ver a las niñas siempre, a parte, conoces Madrid muy bien y te encanta. ¿Vale?”, y su respuesta fue un rotundo no. “De aquí no saldrás con mis hijas”. ¡Vaya, tío! En 2012 se casó con una panameña. Como no nos divorciamos en Madrid, seguimos casados en España hasta el sol de hoy, ¡pero en Panamá él pudo casarse! Ostia. Pues volví a acercarme en ese momento para pedir su autorización para irme a España y me dijo: “¡No! De aquí no saldrás con mis hijas!”.

Desde entonces, todos los años he tratado de mudarme a Madrid con mis pequeñas, pero mi expríncipe apela a todos los procesos legales y juega con la pensión. Ha hecho nuestra vida imposible, y yo, por ser la española extranjera, me tengo que callar, agacharme hasta abajo, y trabajar para dar vida a mis hijas o para pagar abogados, ya que los de oficio no funcionan tan bien en esos casos internacionales. Nuestras niñas no lo quieren ver, ya no toleran estar con él, por el hecho de que no se cuadran en su vida y menos cuando está con su actual esposa y su pequeño hermanastro.

Hace un año, mi madre murió y no pude viajar a verla. No podía dejar a las niñas con él, porque me amenazaba con que no me las devolvería, que cuando pisara aquí de vuelta no sabría el paradero de las pequeñas. Mis hijas nunca han viajado, porque mi expríncipe no lo autoriza.

Más de nueve abogados en siete años, todos presentando cuentas altísimas; un divorcio mal disuelto; y ningún recurso que le quite ese poder absoluto. Las apelaciones afectan más a las niñas, pero lo único que escucho es: “…para el bienestar de los menores, deben tener el contacto con ambos progenitores”. ¿En serio? No me rayes.

Somos rehenes, estamos en un cautiverio absoluto, privadas de vivir y establecer una mejor vida. Mi expríncipe ya es el príncipe de otra, es papá de otro niño, y es lamentable su actitud encobertada por el tiempo de los procesos, la dilatación legal, las apelaciones, el incumplimiento de sus obligaciones. ¿Hasta cuándo una mamá española tendrá que vivir a las sombras de un príncipe que se convirtió en un nefasto sapo?