Era julio y llovía. Ya lo sospechaba, pero me costaba hacerme a la idea de que me iba a convertir en madre. No podía negar más lo evidente, y entre enemistades, enojos, corazones rotos y gritos floreció el amor más puro.

Llegó el día de mi cita a ciegas; fui con altas expectativas de que fuera una niña. Pero cuando el doctor me preguntó “¿con cuál empezamos?”, quedé helada. Me reí de los nervios. Mi madre aparentó estar calmada cuando sus ojos expresaban temor, hasta que vimos cómo dos pequeños corazones latían a través de la pantalla.

Terminó la consulta, subimos al auto y me hice a mí misma la pregunta del millón de dólares: “¿Qué voy a hacer ahora?”, cuando mi madre tomó mi mano y con esa seguridad que solo ella tiene, dijo: “Yo te apoyo. No tendremos lujos, pero a ellos no les faltará nada”. Y así fue como se inició la aventura de mi vida, con una pareja ausente, una suegra que rehusaba dirigirme la palabra, y una familia que decidió ponerse el chaleco antibalas para defenderme a mí y a los míos.

Llegó el gran día. Hubo rostros incómodos y sentimientos encontrados. En medio de esa guerra silenciosa nacieron los más esperados, y con ellos, una abuela que no cabía en el pellejo, tíos enamorados a primera vista, dos abuelos conmovidos y una madre primeriza.

Está de más contarles que, así como él vino, se fue. No había pasado más de un mes cuando decidió dejarnos; así, sin explicaciones, dejó de venir. Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses.

Me llené de dolor, no por mí; por mis hijos. ¿Cómo puede alguien no amarlos? ¿Qué le hicieron mis hijos para que él no quisiera verlos más? ¿Por qué ya no me quería? ¿Fallé yo tal vez? ¿Cuándo estarían con su papá? Y más importante aún, ¿quién les enseñará lo que solo los papás enseñan? Estas interrogantes abarcaron mi mente por días. Se me inundaban los ojos solo de pensar que mis niños no iban a crecer dentro de una familia y que nunca gozarían de un domingo por la mañana como los que tuve yo en mi infancia, con un desayuno excepcional amenizado con música que alegraba el corazón. No me imaginaba ese puesto vacío en los cumpleaños y fotos.

¿Qué podía hacer para que su papá los amara? Alguien me respondió: “Absolutamente nada; es su problema la relación que quiera tener con sus hijos y si quiere cambiar a su familia por la calle. Tú y tus niños son una familia también, hazla valer”.

Me levanté, me pinté los labios y les dije a mis niños que estaba lista para seguir. Me tocó madurar más rápido que los demás, asumí el rol de líder de mi manada y me siento orgullosa de ello. Nos rodemos de gente que nos motiva y nos brinda su mano, pero sobre todo, nos rodeamos de amor.

¿Que si volví a verlo? De vez en cuando nos abastece de pañales y latas de leche. ¿La pensión? Esa es otra historia, otra guerra y otro cuento. Por ahora camino de la mano de mis hombrecitos, enamorada de sus sonrisas, sus primeras anécdotas, documentando cada paso que dan y plasmando cada recuerdo en mi corazón. Vivo dándoles lo mejor de mí, enseñándoles lo que sí y lo que no; espero criar hombres buenos, pero sobre todo, que sean hombres valientes que sepan hacerle frente a la vida.