Era el primer y único jueves tras la flexibilización de la cuarentena. Mi bebé, de dos años, tenía hasta esa fecha 76 días sin salir de nuestro pequeño apartamento.

Desde el viernes 20 de marzo, cinco días antes de que se anunciara la cuarentena total en Panamá, su único contacto con el exterior era la vista a través de un ventanal que está en la sala y que cubrimos con malla protectora desde que cumplió el año.

Mi bebé apenas dice ‘mamá’ y ‘papá’, por lo que en los más de dos meses de encierro nunca pidió “salir” o darnos alguna señal de que quería estar afuera. Nunca se acercó a la puerta. Incluso al principio estaba emocionado de estar en casa con papá y mamá todo el tiempo, como si fuera un fin de semana.

Ese jueves, con la “media” aprobación de papá, decidí sacarlo unos minutos al área social del edificio (ninguno de los dos estaba 100% convencido, pero era la única “tarde libre” que podíamos hacerlo). Yo tengo el mismo tiempo de mi bebé sin salir del apartamento y las veces que he salido ha sido solo para recibir algún pedido que nos llega por delivery. Tanto a mi esposo como a mí nos da miedo salir, y cuando lo hacemos (para que papá vaya al supermercado o cuando yo bajo a recibir algo en la garita) la rigurosidad de nuestras medidas de aseo e higiene nos dejan exhaustos y estresados.

Pero ese día sentía que debía darle sus minutos al aire libre a mi bebé. Me preparé con una bolsa con papel toalla, alcohol y gel antibacterial. A mi niño le puse sus zapaticos, después de más de dos meses sin usar calzado.

Me puse mi mascarilla, abrí la puerta y desde afuera le dije: “ven Gael, vamos a pasear”. Me miró extrañado y por unos segundos se quedó así. Luego se acercó a la puerta y miró para afuera preocupado: como si con sus ojos pudiera ver el virus; ese coronavirus que le ha impedido salir por meses y que han hecho que mamá y papá desinfecten todo lo que entra a casa.

“Ven, no pasa nada”, le volví a decir y con cautela se me acercó. Caminamos de la mano hacia el elevador. Antes de la cuarentena, montarse en el ascensor le encantaba, pero esta vez me pidió los brazos como dándome a entender que ahora, para él, ese espacio no era una zona confiable.

Salimos del elevador y tomado de mi mano caminamos alrededor del área social por unos 20 minutos. En el área también había una pareja caminando (la mujer estaba embarazada) y cuando nuestros caminos intentaban cruzarse, me alejaba para asegurarme de los dos metros de distancia.

Dos chicas bajaron con un niño de la edad de Gael, que ya habíamos visto anteriormente en el parque. El niño, a diferencia del mío, cargaba mascarilla. Le mostré el niño a lo lejos a Gael para que viera como otros de su edad usaban mascarillas, pero la acción no le hizo gracia. Se incomodó y prefirió seguir caminando alejados de ellos.

En mi preparación mental para ese momento, había imaginado que mi bebé saldría corriendo como gritando libertad, pero en la realidad nunca soltó mi mano. Eso sí, nunca dejó de sonreír.